(Blog) El calor del miedo
El mes pasado hizo un calor extremo. Vivimos en un pueblo muy bonito, tocando el Berguedà, en Navàs, y subo cada día al atardecer después del trabajo desde Barcelona.
Escrito por: Maria del Mar Castuera
Pero aquel día no había ido a trabajar, tenía fiesta y ya estaba muy bien en mi sofá cuando sonó el móvil de repente. Era mi mejor amiga y me decía que teníamos un gran incendio que se acercaba a nuestro municipio.
Había ardido alguna chispa hacia las tres de la tarde debido a un tractor en el mismo término municipal de la villa. Me arranqué los auriculares de la cabeza (pues estaba escuchando música barroca cuando me había llamado mi mejor amiga) y me calcé unos pantalones viejos y me puse una camiseta de algodón muy desgastada para salir a la calle.
Junto a mi edificio viven mis padres en otro piso moderno, pero ellos también disfrutan de una antigua casa de piedra donde van a pasar el rato de la siesta, puesto que tiene muebles y está muy bien cuidada. La casa se encuentra en un talud del meandro de nuestro río que es como una rambla, y tanto ellos como yo sabíamos que el fuego calaría, al ver el bosque del otro borde del río tan encendido como una teia flameando.
El calor no se soportaba, pero puedo decir que mis padres, con los otros vecinos de los bloques y yo misma, llorábamos de angustia y de miedo, puesto que contemplar el paisaje del pueblo quemando (a plena luz del día) nos rompía indefectiblemente el corazón y nos apaciguaba los ánimos necesarios para luchar en contra del fuego.
Muy pronto llegaron los vehículos rojos de los bomberos y la calle de la Font se convirtió en un baile rápido de equipaciones de bomberos que corrían y no temblaban al lado nuestro.
Nos quedamos así un par de horas hasta que la ambulancia de los bomberos se llevó a mis padres al hospital para pasar la noche, y yo continuaba llorando y deseando que no pasara nada más malo en aquel día de calor seco y con intensas temperaturas.
Quedábamos treinta y cinco o cuarenta personas al atardecer al lado de aquel talud quemando que teníamos delante. Ni hubiéramos podido dormir ni tampoco lo queríamos hacer adentro de los pisos. Los bomberos trabajaban con habilidad y confianza y nos daban algo de tranquilidad, pero no fue hasta el día siguiente, al salir el sol y ser otro día, cuando me atreví a penetrar en el interior de aquel cortijo que disponíamos en aquel lado del río.
Acabé de sufrir la terrible añoranza y la dulce melancolía de nuestra casa de verano llena de chispas, trocitos desmenuzados de carbón en el suelo y encima de los muebles, nubes ardientes y olor de gases y el rescoldo humeante de una pelea sobre la mesilla de la sala distribuida preciosamente con forma del último solitario que hacía mi madre una tarde antes del incendio fatídico en que quemó todo el pueblo, cuando menos, aquella casa y las zarzas y los pinos que se encontraban en el bosque de la carena limitada por el río.